Las
fotografías estaban sobre la mesa. Mauro estaba orgulloso de su trabajo y
consideraba sólo un trámite la revisión. El dueño de la agencia publicitaria
estaba a punto de dar su aprobación, cuando llegó Félix, un fotógrafo de recién
ingreso en la empresa. Sus fotografías impactaron al director y prefirió usar
las de Félix para la nueva campaña.
Mauro recogió su portafolios,
tratando de que no se notara su frustración y coraje por el fracaso. Sonrió, poniendo en su rostro toda la energía positiva que le quedaba y salió. Todavía
no era la hora del fin de su jornada laboral, pero ya no podía estar más ahí.
Caminó lleno de furia por las calles. No podía hacer nada para evitar lo que le
estaba pasando.
Llevaba cinco años trabajando para
la misma empresa. En ese tiempo se había colocado como uno de los mejores
fotógrafos de la ciudad, a pesar de tan sólo tener 28 años. Sin embargo, desde
que Félix había aparecido, le había quitado los trabajos más relevantes de la
agencia. No parecía hacerlo con mala intención. Había sido decisión del
director ponerlos a competir en cada proyecto. En realidad, Félix era mejor y
era algo que Mauro no podía soportar.
Se detuvo en un puesto de periódicos
y se clavó en una nota. Los rumores se habían esparcido, después del triunfo de
Marcial Peniche. Unos decían que había tenido ayuda del más allá. Había hasta
los que aseguraban que había hecho un pacto con el diablo. Los más
acertados suponían que había tenido algún contacto con el virus Ignotum y eso
había eliminado a sus contrincantes para ganar la elección. Por desgracia,
todos estos debates y discusiones se habían generado por las redes sociales y
medios de comunicación, después del triunfo de Marcial. Ya no había nada que
hacer y era ocioso especular.
Sin embargo, Mauro estaba
desesperado y dispuesto a creer en todo. Llegó a su departamento y se conectó
casi por instinto a la Internet. Trató de distraerse fisgoneando en la vida privada
de los demás, a través de las redes sociales, pero no lo satisfacía. Una
ventana se abría a cada rato. Era inútil cerrarla, se tardaba más en apretar la
“x” para que se fuera que en que volviera a aparecer. Decidió ignorarlo un rato,
hasta que por error le dio abrir al archivo. Era un enlace al virus Ignotum.
Había escuchado sobre lo que decían que le pasaba a los que activaban el virus.
No obstante, Marcial Peniche, de quien acusaban de usarlo, aún seguía vivo. Así
que decidió arriesgarse. Prefería la muerte al fracaso.
Descargó
el archivo y con un mensaje cordial e inofensivo lo envió al correo de Félix en
carácter de urgente. Esperó resultados por horas. Miraba su celular a cada
rato. Ninguna llamada, ningún mensaje y ningún correo electrónico. Vaciló un
poco por las redes, hasta que se quedó dormido, pensando que todo se trataba de
una mala broma.
En sus sueños era grande, el mejor.
No había alguien que se le compare. No sólo en la ciudad, sino en el mundo.
Estaba en una convención y todos le aplaudían. Los aplausos se confundieron con
el sonido del celular en la realidad y despertó un poco aturdido. Miró la hora
y eran las ocho de la mañana. Era de la oficina, reclamándolo para un trabajo
que supuestamente Félix cubriría.
–
Félix está muerto – dijo perturbada la voz al otro lado de la línea –. Inexplicablemente
hoy amaneció sin vida. Parece que fue un paro cardiaco. Lástima, tan joven y
talentoso.
Mauro
se perturbó. Prometió ir en cuanto pudiera y colgó de inmediato. Temió por su
vida. Revisó con más interés las leyendas de Internet y si la maldición se
cumplía él se suicidaría en breve. Tuvo miedo, pero no el suficiente. Se dio un
baño y salió apresurado a la oficina. Celebró con una sonrisa su triunfo y
decidió aprovechar la oportunidad que se le daba sin Félix en su camino.
La
oficina laboró todo el día de manera normal. Sin que la muerte de Félix
afectara en el ambiente. Había estado muy poco tiempo, no se le extrañaría
mucho. Sin embargo, Mauro sentía un placer culposo con su ausencia. Llegó por
la noche a su casa y seguía de píe. Al menos en él no se había cumplido la
maldición o, quizás el daño ya estaba reparado. No podía celebrar, necesitaba
estar seguro. Tomó su celular y buscó un número en su agenda. Marcó y esperó un
poco hasta que escuchó una voz femenina.
–
¿Artemisa? – le cuestionó.
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